domingo, 26 de abril de 2015
Antiguamente, en un reino llamado Delain, hubo un rey que tenía dos hijos. Delain era un reino inmemorial, en el cual había habido cientos de Reyes, miles tal vez; cuando ha pasado demasiado tiempo ni siquiera los historiadores son capaces de recordarlo todo. Roland el Bueno no era ni el mejor ni el peor de los reyes que rigieron aquellas tierras. Se esforzaba firmemente en no ocasionar a nadie gran perjuicio y casi había conseguido su propósito. También se preocupó con verdadero tesón por realizar obras importantes; sin embargo, en esto no tuvo tanta suerte. Resultó ser un rey bastante mediocre; él mismo dudaba de la posibilidad de ser recordado mucho tiempo después de su fallecimiento. Y, ahora, la muerte podía aparecer en cualquier instante, porque era ya anciano y su corazón se iba debilitando. Era probable que le quedara un año de vida, o quizá tres. Cuantos le conocían, y quienes habían observado su rostro apagado y sus temblorosas manos cuando presidía la corte, estaban de acuerdo en que antes de cinco años un nuevo rey sería coronado en la gran plaza que se hallaba al pie de la Aguja... y sólo serían cinco años si así lo disponía la gracia de Dios.(...)
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