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miércoles, 3 de junio de 2015


El mal padre

Durante los meses de octubre y noviembre el ambiente suele tomar una atmósfera de misticismo; el viento deja oír ese absorbente silbido durante las tardes y el ruido de las hojas de los árboles rodando por la calles estremece a cualquiera.

Hubo una época en que esto se tornó aún más oscuro, con la llegada de un personaje sumamente particular; se trataba de un indigente que deambulaba por las calles hablando cuanta cosa se le ocurría. Un día estaba en una esquina y al otro podía estar sentado frente a tu casa. Una tarde, ya de regreso de la universidad, me topé con él, estábamos esperando a cruzar la calle y el semáforo tardo más de lo habitual en cambiar de color.

Lo miré de reojo; él se percató.

—Buenas tardes joven —dijo con una ronca voz.

—Qué tal, buenas tardes.

—¿Usted sabrá en dónde puedo encontrar algún policía?

—Pues el puesto más cercado está en la zona centro, tendría que ir hasta allá —contesté al distraído anciano.

—Es que, sabe… soy un mal padre…

El semáforo cambió de color.

—Disculpe, tengo que seguir mi camino. —Él se quedó parado en aquella esquina, hablando solo.

Los días pasaron y la gente comentaba de aquel indigente, decían que siempre estaba buscando algún policía o a la autoridad más cercana, ya que «él era una persona mala y no quería andar en las calles». Una vez se encontró con una patrulla, se quiso subir pero los oficiales no lo dejaron; como siempre se quedó hablando, suplicando que se lo llevaran.

En casa no se hablaba mucho del tema; de hecho, mi padre me comentó que ese hombre ya tenía unos cuantos meses rondando pero no se dejaba ver, fue hasta hace unas semanas cuando comenzó con su paranoia de ser un asesino. Pero no se habían hecho reportes de violencia o muertes en la colonia ni en colonias aledañas, todos los veían como un loco más.

El tema del loco fue opacado por el alumbramiento de nuestra gata, Muñeca. Mi hermana, mis sobrinos y yo estábamos emocionados por los cinco pequeños felinos. A mí en lo particular me agradó uno que era totalmente blanco, que decidí llamar Pupe.

Alrededor de siete días después, uno de los felinos abrió los ojos; era el primero. A la mañana siguiente mi hermana se llevó una gran sorpresa al descubrir la cabeza del mismo gato fuera de su caja, mientras que el cuerpo estaba aún junto a la mamá. Todos en casa nos desconcertamos, ya que Muñeca había sido muy cariñosa con sus crías y nunca mostró un mal comportamiento hacia ellos.

Una noche después se escuchó un gran alboroto en el techo de la casa, se oía chillar a varios gatos en plan de pelea a muerte. Pensé en los pequeños y me levanté, alcancé a ver a Muñeca peleando con un bulto negro un poco más grande que ella. Fui a revisar a los gatos y todos estaban durmiendo.

A la siguiente noche fue lo mismo, se escuchó una tremenda pelea en el techo de la casa; esta vez no me levanté.

Por la mañana fui a ver a los gatos y encontré a Muñeca amamantando a Pupe, y con horror vi los cuerpos de los otros tres totalmente descuartizados; había patas y troncos fuera de la caja (uno de ellos partido a la mitad), y la cabeza de uno de los pequeños estaba despellejada. Dentro de la caja, aparte de Pupe estaban los restos de uno de los gatos, con cabeza, pero sin extremidades, y tenía un gran hueco en el torso que hacía que se le vieran las costillas… increíblemente el gato seguía con vida. A los pocos minutos murió.

Triste por la forma en que murieron sus hermanos, tomé a Pupe y decidí llevarlo a mi cuarto. Lo puse en una caja, lo tapé con unos cuantos trapos y lo puse dentro de otra caja debajo de mi cama. No estaba dispuesto a correr el riesgo de que ese asqueroso gato negro regresara para terminar su trabajo.

Eran cerca de las cuatro de la madrugada cuando una fuerte sacudida me despertó; escuché gatos gritando debajo de mi cama. Rápidamente me levanté, tomé una linterna, alumbré y vi salir corriendo por la ventana al gato negro. Me asomé y vi en una esquina a Muñeca, parecía asustada. Con nervios saqué la caja de Pupe, la abrí y aún estaba vivo, pero tenía un gran hueco en la parte trasera de la cabeza (como si de una mordida le hubieran arrancado el pedazo de carne). En ese instante, Pupe murió en mis manos. Estaba totalmente furioso, de los nervios pasé a la ira e impotencia. Escuché ruidos fuera de la casa, vi por la ventana y allí estaba rondando el gato negro aún. Rápidamente me puse un pantalón, zapatos, tomé la linterna y salí decidido a matar al asesino.

Al verme salió corriendo a la oscura calle. La noche era de viento, un viento muy leve y frío a la vez. En el camino me armé de un gran tronco de leña, quería romper la cabeza de ese gato. Ya en la calle lo pude ver, iba chillando y corrió a donde me encontraba a toda velocidad, pero se dio cuenta de mis intenciones. Emprendió de nuevo a correr y el muy torpe entró a una callejuela sin salida; estaba atrapado. Disminuí mi marcha, respiré y me puse frente al pequeño callejón. Estaba totalmente oscuro, sólo se oía al gato maullando con temor, como suplicándome piedad. Tomé el pedazo de leña fuertemente, alumbré la oscuridad…

Me quedé totalmente paralizado. En el callejón no había ningún gato, solamente estaba aquel indigente tapado con viejos periódicos, temblando y mirándome fijamente. El poco viento alcanzó a levantar los periódicos; él estaba completamente desnudo, sus pies y manos estaban ensangrentados. Comenzó a abrir la boca, pero no lograba emitir palabra alguna… sus dientes parecían tener sangre también. Luego de un par de esfuerzos más logré entender lo que me decía aquel viejo…

—Joven, se lo dije… soy un mal padre. Yo no quería… a mis hijos… —Y lloraba.

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