domingo, 7 de junio de 2015
A fines de los años 40, en la Unión Soviética se llevó a cabo un experimento cruel e inhumano, con cinco prisioneros a los cuales se intentó, a base de un gas estimulante, mantener despiertos por 15 días. Llegado el día 15, cada uno de los cuatro supervivientes (uno murió) se había arrancado carne a sí mismo; y, en la locura que los sujetos de prueba mostraban, había algo misterioso y escalofriante.
A fines de los años 40, cuando aún la Unión Soviética era gobernada por el puño de acero de Stalin, un grupo de científicos rusos decidió llevar a cabo un experimento en que, a base de un gas estimulante, se mantendrían despiertos a cinco sujetos por un periodo de quince días.
Primeramente los cinco individuos fueron conducidos a un entorno cerrado a fin de que se pudiese monitorear el empleo de oxígeno, ya que el gas estimulante resultaba letal en elevadas concentraciones. A fin de observar cuidadosamente a los sujetos del experimento, y ya que en ese entonces todavía no existía el sistema de “circuito cerrado” con cámaras de vigilancia, se emplearon micrófonos y unas ventanas con vidrios de 5 pulgadas de espesor. Por otro lado, la habitación del experimento contaba con libros, mantas para dormir cómodamente (aunque sin camas), agua corriente, un baño y provisiones alimenticias que alcanzaban para que todos los cinco sujetos sobreviviesen un mes entero.
Pero… ¿qué habían hecho los sujetos del experimento para estar allí? Estos eran prisioneros políticos y militares enemigos capturados durante la Segunda Guerra Mundial. Stalin había dicho una vez que “la violencia es el único medio de lucha, y la sangre el carburante de la historia” y, en concordancia con esa manera de pensar, miles de individuos habían sido torturados, enviados a trabajos forzados en Siberia, o asesinados con un tiro en la nuca. Pero el destino de estos prisioneros sería aún peor…
Durante los primeros cinco días todo estuvo relativamente bien y pocas eran las quejas, en gran parte porque los habían engañado, prometiéndoles la libertad si se sometían a la sencilla prueba de no dormir por 15 días. Curiosamente y ya en ese breve intervalo inicial de 5 días, los investigadores notaron que, mientras más tiempo pasaba, los sujetos se mostraban más propensos a hablar sobre eventos traumáticos de su pasado.
El primer punto de inflexión vino después de los 5 días iniciales, pues los sujetos comenzaron a quejarse de los hechos que, según ellos, los habían conducido a terminar en el experimento. Sus miradas ya no eran las mismas, sus gestos y actitudes denotaban el inicio de la paranoia. La camaradería de los días pasados se resquebrajó y dio paso a cinco individuos desconfiados, que ya no hablaban entre sí y que murmuraban alternativamente en los micrófonos, tratando de no ser vistos por sus compañeros y evidenciando que pretendían ganarse la confianza de sus captores al traicionar a sus camaradas. En opinión de los científicos, los cambios conductuales de los sujetos eran un efecto del gas y la privación de sueño.
Ya en el noveno día, uno de los sujetos de prueba comenzó a correr como locoe por toda la habitación, gritando y gritando sin parar… Así estuvo unas tres horas, en un espectáculo atroz donde su voz, como consecuencia del desgaste de las cuerdas vocales, estaba cada vez más ronca; además, naturalmente el hombre cayó algunas veces, pero siempre se volvía a levantar, pese a que estaba bañado en sudor y hasta llegó a escupir sangre antes de no poder dar más que gritos ocasionales y, finalmente, caer presa del silencio, ya que sus cuerdas vocales estaban destrozadas… En cuanto a los compañeros del sujeto que gritaba, mostraron inicialmente una escalofriante indiferencia: seguían murmurando en los micrófonos, encerrados en sí mismos. Sin embargo, cuando un segundo sujeto se puso a correr y a gritar como el primero, dos de los tres que no gritaban agarraron algunos libros, les comenzaron a arrancar páginas, defecaron, las cubrieron con sus heces y las empezaron a pegar en las ventanas de la habitación, tras lo cual dejaron de correr los dos que corrían y, el que aún gritaba (el otro ya no podía, se había destrozado las cuerdas vocales), dejó de gritar. También, a raíz de eso nadie volvió a murmurar en los micrófonos.
Tres días después de lo sucedido con las ventanas, los investigadores quisieron revisar los micrófonos a ver si todavía funcionaban; puesto que, desde lo sucedido con las ventanas, no se había escuchado ninguna palabra o ruido en los micrófonos, pese a que el consumo de oxígeno indicaba que los sujetos vivían y, además, era un nivel de consumo propio de quienes realizan ejercicios extenuantes…
Llegado el día 14, la preocupación por el estado de los voluntarios era muy grande y los científicos hicieron algo que inicialmente no pensaban hacer puesto que podía alterar el curso del experimento: trataron de llamar la atención de los sujetos de prueba. Para ese fin, emplearon un intercomunicador que hasta el momento había pasado desapercibido por los cinco prisioneros, quienes en ese momento escucharon una voz fría y autoritaria que les decía: “Abriremos el cuarto para comprobar el estado de los micrófonos. Aléjense de las puertas y acuéstense con las manos atrás en el suelo o se les disparará. A uno de ustedes se le otorgará la libertad si obedecen”. Entonces, desde uno de los micrófonos, una voz dijo, en tono terminante y sin encontrar oposición en otras voces, algo que dejó atónitos a los investigadores: “No queremos ser liberados”
Lo antes descrito suscitó gran debate entre los científicos y los militares responsables del proyecto. Se intentó varias veces y en vano comunicarse de nuevo con los sujetos, pero estos no dijeron palabra alguna ante lo escuchado desde el intercomunicador. Así pues, al anochecer del día 15 se decidió abrir la puerta de la habitación y ver lo que por días cubrieron aquellas páginas arrancadas y llenas de excremento que, como viles trofeos de la miseria humana, tapaban los gruesos cristales del maldito recinto.
Antes de entrar, los investigadores extrajeron el gas de la habitación y empezaron a mandar aire fresco, pero entonces comenzaron a escucharse montones de quejas en los micrófonos. Eran tres voces que, rogando en nombre de sus seres queridos, pedían que volvieran a mandarles más gas estimulante. Sin embargo, el suministro de gas no se repuso y, cuando por fin abrieron la puerta, los sujetos de prueba vociferaron, con excepción del que tenía dañadas las cuerdas vocales (éste fue uno de los cuatro supervivientes), los alaridos más fuertes y espantosos que jamás habían escuchado en toda su vida aquellos aterrorizados soldados. Y es que nada, ni siquiera las balas zumbando en el campo de batalla o los cadáveres regados por las calles de Stalingrado que uno de los presentes había visto: nada se equiparaba al horror dantesco que tenían en frente…
Gran parte de la comida, que habría bastado para los últimos cinco días del suplicio, no había sido tocada en lo más mínimo. Todo el suelo estaba cubierto de una repugnante mezcla de sangre, agua, heces, orina, ya que el hueco de drenaje, que estaba en el centro de la habitación, había sido tapado con trozos de carne de las costillas y pantorrillas del sujeto muerto, cuyo cadáver yacía arrimado en la esquina izquierda del fondo, con la boca abierta, la cabeza ladeada, y la mirada inerte, aunque con un inusual gesto que parecía congelar la experiencia inefable de quien ha alcanzado la escabrosa cima del tormento.
En cuanto a los supervivientes, estaban en tales condiciones que habrían hecho parecer criaturas de aspecto afable a los zombis: se notaba que se habían arrancado pedazos de piel y carne con sus propias manos, ya que las puntas de sus dedos estaban destrozadas, y el hueso estaba expuesto en zonas donde no habrían podido sacar carne con sus propios dientes. Por otra parte, a más de las heridas provocadas por la carne y la piel que se habían arrancado, todos tenían muchas otras lesiones, la mayoría de ellas autoinfligidas. Y en cuanto al daño causado por la carne que se habían arrancado a sí mismos, era algo tan atroz que, debido principalmente a toda la cantidad de músculo intercostal que ya no tenían, podían vérseles los órganos internos, ya que desafortunadamente no habían comprometido suficientemente a sus órganos vitales como para perecer, excepto aquel que ahora reposaba muerto en la esquina, pues le faltaba aproximadamente medio hígado… Tenían los intestinos expuestos, palpitando por la comida que habían ingerido recientemente, y que no era el atún ni nada que contuvieran las latas en conserva que les dejaron para alimentarse decentemente, sino su propia carne.
Pese a que la mayoría de los soldados que entraron a la habitación o vieron lo que había en ella eran de las Fuerzas Especiales, ninguno quiso volver a entrar, y uno de ellos se puso a llorar como si hubiese visto a su madre cortada en trocitos… En cuanto a los cuatro supervivientes, todos pedían con desesperación que les dieran gas. “¡No quiero dormir, no quiero dormir!”, gritaba uno de ellos con la voz empañada en llanto y desesperación, tal y como quien, ante la amenaza de ser ejecutado, grita histéricamente “¡no quiero morir, no quiero morir!”. Y es que todos querían estar despiertos: esa era su adicción, eso era lo único que importaba. La dignidad, la esperanza, las memorias del pasado, todo se había hundido, el sentido de la vida se había reducido a la persecución desesperada de mantener los ojos abiertos, y el cerebro activo, no ya para pensar la realidad u orientarse en ésta, sino porque, la sensación de vitalidad propia de estar bien despierto, había pasado a tener el valor de la vida misma.
Ahora, y si bien ningún soldado quería regresar, tuvieron que obedecer las órdenes de sus superiores y volver a aquella pequeña sucursal del infierno, donde los cuatro dementes, que sólo querían permanecer en el cuarto para recibir más gas, presentaron la fuerza de auténticos poseídos por el Demonio, mostrándose tan salvajes que un soldado falleció cuando uno de los sujetos de prueba le mordió el cuello tan fuertemente que le abrió la yugular, y otro soldado resultó gravemente herido porque uno de los supervivientes le mordió la arteria femoral y los testículos, con tanta rabia que literalmente se los reventó, los soldados tenían la orden de preservar la vida de los sujetos de prueba así que no pudieron dispararle. Además de estos dos soldados que fueron víctimas por accidente del experimento, cuatro de ellos acabaron suicidándose en las semanas posteriores al nefasto día, sumando cinco los que murieron por causa del experimento sin ser parte del mismo.
Otro caso lamentable fue el de uno de los cuatro sujetos de prueba. El hombre sufrió una hemorragia después de dañarse el bazo cuando intentaba agredir a los soldados; intentaron sedarlo, pero ni siquiera con la dosis de morfina multiplicada por diez se consiguió controlarlo, pues seguía agitándose como un animal salvaje, y hasta logró romperle el brazo y las costillas a uno de los médicos que intentaban ayudarlo. Habiendo roto los amarres y estando fuera de sí, el sujeto fue acorralado en una esquina de la sala médica por los soldados. Nadie se le acercaba, todos se limitaban a impedir que la bestia humana cometiera más destrozos. “¡Máaaaas, máaaaas!”, gritaba el sujeto, con los ojos desorbitados, la cara marcada por arañazos que se había autoinfligido en su desesperación por el gas, y las manos puestas en un ademán de ira, impotencia y súplica. Así permaneció por tres minutos enteros en que su corazón latía al máximo posible: “¡Máaaaas, máaaas!”, se escuchaba por toda la sala, primero como un alarido brutal e intimidante, posteriormente como un grito atenuado, después como un murmullo agónico y vencido, y finalmente como una boca abierta de cuyo fondo no salía otra cosa sino el silencio, triste presagio de la muerte que lo tocó cuando se desplomó de improviso.
En cuanto a los tres supervivientes restantes, a éstos se los pudo inmovilizar y conducir a distintas instalaciones médicas: dos de ellos, aún con las cuerdas vocales intactas, no dejaban de vociferar pidiendo gas… El tercero, que era el más herido de los tres, no pudo ser calmado con morfina, pero usaron un sedante distinto que sí lo inmovilizó, aunque su corazón dejó de latir cuando sus ojos se cerraron; posteriormente, en la autopsia, se determinó que sus niveles de oxígeno en la sangre eran anormalmente altos.
Otro de los sujetos, aquel que tenía destruidas las cuerdas vocales, giraba la cabeza en señal de negación cuando plantearon ponerle gas anestésico para llevarlo a la sala de cirugías. Entonces uno de los médicos sugirió no anestesiarlo, y sorprendentemente el sujeto empezó a mover violentamente la cabeza, en señal afirmativa: era increíble, tanto le importaba estar despierto que prefería aguantar el dolor de la cirugía con tal de no dormirse a causa de la anestesia… Seis largas horas duró la cirugía, dentro de la cual se intentó cubrir los principales daños que el propio sujeto había causado en los órganos de su caja torácica. Según relató una traumatizada enfermera que colaboró con los médicos durante la operación, el paciente sonreía de una manera extraña y enfermiza cada vez que hacía contacto visual con ella. Era como si se complaciera en mostrarle la capacidad que tenía para deleitarse ante su propio tormento, como si eso que le estaban haciendo fuera algo rutinario, algo habitual…
Una vez que la cirugía acabó, el paciente miró al cirujano y empezó a hacer gestos con la boca y las manos, como indicando que quería hablar y que le dieran algo para escribir. Entonces el cirujano tomó un cuadernillo que estaba cerca, y se lo dio junto con un bolígrafo. “SIGUE CORTANDO”, escribió el sujeto, con letras mayúsculas que evidenciaban un pulso tembloroso, producto de un insano estado de alteración emocional.
En cuanto al último de los supervivientes, este fue enviado a la sala de cirugía, donde decidieron operarlo sin anestesia después de ver lo ocurrido con el sujeto antes descrito. En su caso, tuvo que inyectársele un líquido paralizante porque no dejaba de reírse a carcajadas, agitándose tanto que hacía imposible la cirugía sin anestesia. Gracias al líquido paralizante, se lo pudo operar sin anestesia. Lo único que podía mover eran los ojos, y aún en tan pequeño margen de libertad motriz se evidenciaba la locura, el disfrute ante lo que estaban haciéndole…
Una vez que pasaron los efectos del líquido paralizante, el sujeto volvió a pedir gas, y cuando le preguntaron por qué él y sus compañeros se lastimaban y por qué necesitaban tanto el gas, el hombre se limitó a decir en forma lacónica y con tono de absoluto convencimiento en sus palabras: “Debo permanecer despierto”.
Los dos supervivientes finales continuaron siendo atendidos por los médicos; y, cuando los militares que idearon el proyecto aparecieron y vieron que las cosas no habían salido tan bien como se esperaba, les reclamaron fuertemente a los científicos e incluso ordenaron ejecutar con inyección letal a los dos sujetos de prueba que aún vivían. No obstante, antes de que se cumpliese la orden de ejecución, el líder de los militares al mando del proyecto, un ex agente de la KGB, volvió a pensarse la decisión inicial y, viendo potencial en los resultados aparentemente desalentadores, ordenó mantener vivos a los dos supervivientes, a fin de ver qué pasaba si los exponían nuevamente al gas que tanto habían pedido y que hasta el momento se les había negado. Los científicos, traumatizados por su experiencia, se negaron rotundamente y aludieron tanto razones éticas de carácter humanitario, como razones de pura conveniencia personal; aunque, como era de esperarse, el militar impuso su autoridad: “Continúen con el experimento y háganlo bien, si no quieren terminar siendo ustedes los sujetos de prueba”. Nadie osó reír: sabían que para muchos militares soviéticos no representaba nada acabar con una vida humana, e incluso uno de los investigadores, al escuchar las amenazas del comandante, recordó el caso de su primo Yuri, que murió con una bala en el cerebro por negarse a experimentar con un prisionero de guerra nazi.
Una vez que los dos supervivientes se enteraron de que al fin recibirían el gas, mostraron una alegría inmensa. Hasta el momento, se las habían ingeniado para permanecer despiertos: uno de ellos cantaba una canción; el otro, que tenía dañadas las cuerdas vocales, se la pasaba dibujando y, cuando el sueño parecía vencerle, se mordía la boca hasta sangrar… Éste último, el mudo, puso una sonrisa de alucinado cuando se enteró de que le darían gas: una sonrisa amplia, simétrica, “de oreja a oreja”, una sonrisa estática, como si estuviese viendo quién sabe qué maravilla inaccesible a la imaginación común…
Antes de ser reintroducidos en la habitación, a los prisioneros se les colocaron medidores de ondas cerebrales. Sorprendentemente, las ondas se mostraban normales casi todo el tiempo, aunque con breves líneas rectas que después desaparecían, y que eran semejantes a las experimentadas durante la muerte cerebral. El prisionero que podía hablar, al sentir que se adormecía durante cada intervalo de línea recta, entró en desesperación y comenzó a gritar: “¡El gas, rápido, rápido! ¡El gas, el gaaaas, el gaaaas!”. Conteniendo sus ganas de reír, el comandante ordenó que se cerrara la habitación con los dos sujetos de pruebas y con tres de los científicos. Al escuchar la orden, dos de los científicos sospecharon que los dejarían allí adentro por varios días, pero más se inclinaron a pensar que era algo momentáneo y que además los dos sujetos de pruebas no se mostrarían violentos porque tendrían el ansiado gas; sin embargo, el tercer científico recordó una conversación que había escuchado entre uno de los soldados y el comandante, cuando estaba en el baño y nadie sabía que él estaba allí:
―Dígame, capitán, ¿qué le parece si dejo a algunos de los científicos junto a los locos? Quizá también a ellos les guste el gas, ¿no cree? Sobre todo Ivanov, que ha estado mirándome de manera resabiada, no vaya a ser que se le suba el gas a la cabeza e intente matarme, ¡hahahahahahahahaa!
―Si me lo permite, creo que la medida es demasiado severa, mi comandante. Creo que mejor sería mandarlos a Siberia.
―¿A Siberia? Pero si van a estar bien felices con el gas, ¿no ve que el gas es el sentido mismo de la vida? Quien prueba el gas, no quiere ya nada. Imagínese, capitán, una inhaladita y nunca más sufrirá por dinero, por mujeres, por ideales, ¡por nada! Vamos, no me mire así, estoy bromeando, camarada.
“No, no estás bromeando, bastardo”, pensó Ivanov tras recordar la conversación y entonces, antes de que se cerrara la puerta y llegaran tres soldados que el comandante había llamado por radio, reparó en que el soldado escolta (del comandante) había dejado en una silla su revólver, y temblando de ira lo tomó, le disparó al comandante, después le voló la cabeza al prisionero mudo y se puso en una esquina, apuntando al único sujeto de prueba que quedaba y aprovechando que los otros dos científicos habían huido y el soldado escolta también (que era el capitán al cual había escuchado hablar con el comandante), casi seguramente porque no quería matar ni morir, pues si moría dejaría de ser para siempre (era un marxista en toda regla), y si vivía se sentiría aún más culpable por matar a un hombre de ciencia en nombre de un proyecto perverso, cuyos abominables frutos lo habían hecho replantearse su lugar en el mundo desde el día en que abrió esa puerta maldita y vio a esos cinco engendros, que no podían ser llamados “humanos”, “bestias” o “monstruos”, que eran como cinco espejos crueles y a la vez como cinco preguntas: espejos, porque mostraban lo peor que sabemos de nosotros mismos, eso que se refleja en las maldades que les hacemos a nuestros semejantes; preguntas, porque mostraban algo escalofriante, una parte de nosotros que no conocemos, que solo intuimos levemente, que no nos atrevemos a preguntarnos qué es, pero ahora, en esos cinco ex-humanos, se erguía poderoso e imponía, en cualquiera que lo percibiese, la necesidad de preguntarse qué era “eso”…
“¡No me encerrarán con esta cosa! ¡No contigo! ¡¿Qué eres?! ¡Necesito saber!”, dijo el científico de bata blanca, mirando a “eso” que tenía en frente suyo, esperando una respuesta antes de que lo dispararan o lo detuviesen, cosa que increíblemente no había ocurrido aún.
Con una sonrisa demencial y perversa, tal y como si fuera el portador de un secreto prohibido empañado en decadencia, el prisionero miró al techo, volvió a mirar al científico y le dijo con deleite, queriendo perforarle el alma con la negrura de una verdad encarcelada por la cordura: “¿Tan fácilmente te has olvidado de mí? Somos ustedes, somos la locura que está encerrada en todos ustedes. Somos la locura que ruega por libertad en cada momento de sus vidas, desde lo más profundo de sus mentes animales. Somos aquellos de lo que se esconden en sus camas todas las noches. Somos lo que duermen, silencian y paralizan cuando se van a su cielo nocturno, donde nosotros ya no los podemos alcanzar.”
Nadie habló mientras “eso” hablaba a través del prisionero, excepto el científico que sostenía el arma y, sin poder soportar el Evangelio de la Locura, apuntó al corazón de aquel demente y disparó. “Casi…tan…libre”, le escuchó musitar, sin creérselo porque acababa de destrozarle el corazón y allí, en la sala de control, sus compañeros veían que la pantalla de actividad cerebral no mostraba señal alguna de vida. “Eso” que habló ante el asombro de todos había callado por fin, pero solo en los labios del pobre sujeto de pruebas: en las mentes, de los investigadores, de los soldados, del lector de este creepypasta, “eso” seguirá susurrando en cada uno de nosotros, quizá mostrándose en aquellos breves lapsos que algunos de nosotros tenemos, lapsos en que el gobierno de la razón colapsa ante el peso de la realidad, y la locura, siempre más fuerte que las mayores calamidades de la vida, toma el control con voluntad libertadora…
Excelente relato. Muy bien ambientado. No he podido dejar de leerlo hasta la última palabra.
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