lunes, 27 de abril de 2015
Sheridan conducía con lentitud frente a la larga fachada lisa del centro comercial cuando vió al chiquillo salir por las puertas principales, situadas bajo el cartel iluminado. Era un niño, de tal vez algo más de tres años, aunque, sin duda, no pasaba de los cinco. En su rostro se leía una expresión a la que Sheridan se había tornado muy perceptivo. Estaba intentando contener las lágrimas, pero no tardaría en echarse a llorar.
Sheridan se detuvo un instante mientras le acometía la familiar sensación de disgusto..., aunque cada vez que se llevaba a un niño, la sensación se hacía menos acuciante.
Sheridan estacionó la furgoneta en unas de las plazas mas cercanas al centro comercial y reservadas a los inválidos. En la parte trasera de la furgoneta llevaba una matrícula especial que el estado concede a los inválidos. La matrícula valía su peso en oro, porque impedía que los guardias de seguridad sospecharan y, además, porque esas plazas resultaban muy prácticas y casi siempre estaban vacías.
Se apeó de la furgoneta y camino hacia el niño, que miraba en derredor con una expresión de creciente pánico. Sí, señor, pensó Sheridan, unos cinco años, tal vez seis, pero muy menudito. Bajo las estridentes luces fluorescentes que emanaba el interior del edificio, el niño aparecía blanco como la nieve, no solo asustado, sino realmente enfermo. Sheridan supuso que su aspecto se debía al miedo. Por lo general, reconocía aquella expresión cuando la veía, porque había visto un gran terror reflejado en su propio espejo durante el último año y medio.(...)
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Sheridan se detuvo un instante mientras le acometía la familiar sensación de disgusto..., aunque cada vez que se llevaba a un niño, la sensación se hacía menos acuciante.
Sheridan estacionó la furgoneta en unas de las plazas mas cercanas al centro comercial y reservadas a los inválidos. En la parte trasera de la furgoneta llevaba una matrícula especial que el estado concede a los inválidos. La matrícula valía su peso en oro, porque impedía que los guardias de seguridad sospecharan y, además, porque esas plazas resultaban muy prácticas y casi siempre estaban vacías.
Se apeó de la furgoneta y camino hacia el niño, que miraba en derredor con una expresión de creciente pánico. Sí, señor, pensó Sheridan, unos cinco años, tal vez seis, pero muy menudito. Bajo las estridentes luces fluorescentes que emanaba el interior del edificio, el niño aparecía blanco como la nieve, no solo asustado, sino realmente enfermo. Sheridan supuso que su aspecto se debía al miedo. Por lo general, reconocía aquella expresión cuando la veía, porque había visto un gran terror reflejado en su propio espejo durante el último año y medio.(...)
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