domingo, 26 de abril de 2015
EL COMPRESOR DE AIRE AZUL
La casa era alta, con un sorprendente tejado inclinado. Mientras caminaba hacia ella desde el camino de la costa, Gerald Nately pensó que era casi como un país en sí misma, una geografía en un microcosmos. El techo subía y bajaba en diversos ángulos por encima del edificio principal y de dos alas extrañamente angulosas; la terraza bordeaba una cúpula con forma de hongo orientada hacia el mar; el porche, que enfrentaba las dunas y las marchitas malezas de septiembre, era más extenso que un vagón Pullman. Por sobre él, la elevada cuesta del techo hacía que la casa pareciera fruncir el entrecejo. Era la abuela bautista de una casa.
Se dirigió al porche y, tras un momento de vacilación, pasó a través de la puerta mosquitera hasta la de cristal que estaba más allá. Sólo había una silla de mimbre, una mecedora mohosa, y una antigua y olvidada cesta de labores. Las arañas habían hilado su tela en los rincones más elevados y oscuros. Golpeó a la puerta.
Reinó el silencio, un silencio habitado. Estaba a punto de golpear de nuevo cuando rechinó una silla en alguna parte del interior. Fue un sonido fatigado. Más silencio. Y luego el lento, el tremendamente paciente rumor de unos pies viejos y sobrecargados que se arrastraban hacia el vestíbulo.(...)
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La casa era alta, con un sorprendente tejado inclinado. Mientras caminaba hacia ella desde el camino de la costa, Gerald Nately pensó que era casi como un país en sí misma, una geografía en un microcosmos. El techo subía y bajaba en diversos ángulos por encima del edificio principal y de dos alas extrañamente angulosas; la terraza bordeaba una cúpula con forma de hongo orientada hacia el mar; el porche, que enfrentaba las dunas y las marchitas malezas de septiembre, era más extenso que un vagón Pullman. Por sobre él, la elevada cuesta del techo hacía que la casa pareciera fruncir el entrecejo. Era la abuela bautista de una casa.
Se dirigió al porche y, tras un momento de vacilación, pasó a través de la puerta mosquitera hasta la de cristal que estaba más allá. Sólo había una silla de mimbre, una mecedora mohosa, y una antigua y olvidada cesta de labores. Las arañas habían hilado su tela en los rincones más elevados y oscuros. Golpeó a la puerta.
Reinó el silencio, un silencio habitado. Estaba a punto de golpear de nuevo cuando rechinó una silla en alguna parte del interior. Fue un sonido fatigado. Más silencio. Y luego el lento, el tremendamente paciente rumor de unos pies viejos y sobrecargados que se arrastraban hacia el vestíbulo.(...)
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