domingo, 26 de abril de 2015
—Ahí va la Todd —dije.
Homer Buckland miró pasar el pequeño Jaguar y asintió. La mujer le saludó con la mano. Homer inclinó ese cabezón suyo desgreñado, pero no correspondió al saludo. Los Todd tenían una gran finca de recreo en Castle Lake y Homer era su guarda desde tiempos inmemoriales. Pero algo me decía que la segunda esposa de Worth Todd le caía tan mal como bien le había caído la primera.
Eso ocurría hace unos dos años, sentados nosotros en un banco frente a la tienda de Bell, yo con una gaseosa de naranja en la mano y Homer con un vaso de agua mineral. Corría octubre, que en Castle Rock es una época tranquila. Si bien es cierto que muchas de las casas del lago siguen recibiendo visitantes los fines de semana, la alcohólica vida social del verano ha terminado ya, y todavía no han aparecido los cazadores con sus grandes escopetas y sus costosas licencias de no residentes prendidas en las gorras anaranjadas. Las cosechas, en su mayor parte, están en los hórreos. Las noches son frescas, buenas para dormir, y las articulaciones viejas como las mías no han empezado aún a quejarse. En octubre el cielo del lago es bastante claro, pese a esas grandes nubes blancas que se mueven tan lentas; a mí me gusta su vientre achatado y ligeramente gris, como un presagio de atardecer, y puedo mirar durante largos minutos, sin aburrirme, los destellos del sol en el agua. Es en octubre cuando, sentado en el banco frente al Bell y contemplando de lejos el lago, echo de menos el gusto por el tabaco.(...)
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Homer Buckland miró pasar el pequeño Jaguar y asintió. La mujer le saludó con la mano. Homer inclinó ese cabezón suyo desgreñado, pero no correspondió al saludo. Los Todd tenían una gran finca de recreo en Castle Lake y Homer era su guarda desde tiempos inmemoriales. Pero algo me decía que la segunda esposa de Worth Todd le caía tan mal como bien le había caído la primera.
Eso ocurría hace unos dos años, sentados nosotros en un banco frente a la tienda de Bell, yo con una gaseosa de naranja en la mano y Homer con un vaso de agua mineral. Corría octubre, que en Castle Rock es una época tranquila. Si bien es cierto que muchas de las casas del lago siguen recibiendo visitantes los fines de semana, la alcohólica vida social del verano ha terminado ya, y todavía no han aparecido los cazadores con sus grandes escopetas y sus costosas licencias de no residentes prendidas en las gorras anaranjadas. Las cosechas, en su mayor parte, están en los hórreos. Las noches son frescas, buenas para dormir, y las articulaciones viejas como las mías no han empezado aún a quejarse. En octubre el cielo del lago es bastante claro, pese a esas grandes nubes blancas que se mueven tan lentas; a mí me gusta su vientre achatado y ligeramente gris, como un presagio de atardecer, y puedo mirar durante largos minutos, sin aburrirme, los destellos del sol en el agua. Es en octubre cuando, sentado en el banco frente al Bell y contemplando de lejos el lago, echo de menos el gusto por el tabaco.(...)
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